Te regalo un fragmento de un relato
Un texto breve de Moriviví, mi primer libro de relatos.
Mientras sigo escribiendo noticias y pensamientos sobre distintos temas —y también sobre mi novela recién publicada, Aquí no termina— hoy quise hacer una pausa distinta. Volví a leer algunos relatos que forman parte de mi primer libro, Moriviví, una antología que publiqué en 2022, y sentí ganas de compartirles un fragmento del relato que le dio nombre a la obra completa.
Acá va un fragmento breve. Gracias, como siempre, por leerme.
Moriviví
Danzábamos en medio de un jardín bañado de flores amarillas, brillaban como faroles bajo el sol de la mañana. Su sonrisa era luminosa. Al abrir los ojos me sentí feliz, como en los viejos tiempos, cuando éramos inseparables. No había soñado con ella desde hacía muchos años. De vez en cuando se me venía a la cabeza de la nada, pero, así como venía, se iba. «¿Dónde andará?». Repasé cada detalle del sueño con esmero.
Lo último que supe de ella fue que se había mudado a México después de media década intentando buscarse la vida en Madrid. Me enteré por las redes sociales, antes de que ella decidiera borrarme por completo de su vida. Me paré de la cama y lo olvidé, pero ella no se olvidó de mí. Regresó dos días más tarde. Esa vez nos encontramos en la playa. El sueño fue más nítido y pude ver las facciones de su rostro cuando éramos adolescentes: su nariz respingona, sus grandes ojos café. Se veía aún más hermosa que en mis recuerdos.
La noche siguiente volvió a aparecer y la que le siguió a esta, y otra noche más, y así por varias noches hasta que los sueños se tornaron en pesadillas. Me tenía desesperada. Empecé a ponerme nerviosa cuando llegaba la hora de ir a la cama. Tampoco ayudaban la soledad de mi apartamento, sus rincones oscuros y los sonidos extraños del crepúsculo. Me recomendaron un té para quedar fulminada una vez que pusiera la cabeza en la almohada, pero no funcionó. Continué con una copa de vino antes de acostarme, luego con dos, tres; al cabo de unos días, acabé bebiendo la botella entera, sin ningún resultado. Proseguí con melatonina, pastillas para dormir, hierbas, baños de agua caliente. Pero nada. Todas las noches soñaba con ella.
La cuarta semana llegó el insomnio. Prefería pasar la noche en vela que encontrarla en mis pesadillas; sin embargo, cuando no resistía la invitación de Morfeo, me despertaba en la madrugada con un ataque de pánico. Le conté a mi amigo Mario lo que me sucedía y me miró extrañado, como si estuviera loca, lo cual empezaba yo también a considerar. Hay rastros de locura en mi familia, mi tía abuela era esquizofrénica, según mi papá. Yo en algún momento sufrí de depresión y melancolía, pero ¿quién no padece de eso en estos tiempos? Por otra parte, Mario es hombre y no tiene la sensibilidad para ese tipo de sucesos. Tenía que hablar con Hada, una mujer espiritual, especialista en lo indescifrable.
Nos encontramos en un café pequeño cercano a la playa, de los pocos que no pertenecen a una franquicia: acogedor, con muebles de madera, sofás de diferentes estilos, libros en los rincones y lámparas de otras épocas. Años atrás, lo descubrimos en una de nuestras caminatas y desde entonces nos vemos allí para debatir temas existenciales y criticar la frivolidad de Miami. Hada lleva el misticismo en la piel y la ligereza de su ser en el tono de voz, en sus movimientos. Muchos la catalogan de hippie por su pelo desordenado, por los senos que se mecen libremente bajo vestidos largos. Pero ella se ve a sí misma como un simple espíritu en movimiento y dice que los vestidos vaporosos la ayudan a desplazarse mejor. En alguna ocasión me leyó las cartas en la mesita de la esquina, la más escondida del café, y esa vez le pedí que las llevara por si acaso, porque era una emergencia. Le conté lo que me pasaba y me pidió detalles de los sueños. Le relaté de lo que me acordaba, pero tuve que admitir que se me olvidaban muchas cosas.
—¿Se ve triste en tus sueños?
—En los de las primeras noches no, pero sí en los últimos. Se ve angustiada.
—¿Y por qué no la llamas? ¿Hace cuánto tiempo que no hablas con ella?
—Mmm, no sé, años; tres, tal vez cuatro. Y tampoco sé cómo comunicarme con ella. No tengo su teléfono ni su dirección. Me borró de todas las redes sociales, o se borró ella, porque no la he podido encontrar en ninguna parte. Ya no tenemos amigos en común, nada.
Hada se llevó la mano derecha a la boca, se veía pensativa, vacilante.
—¿No será que está muerta?
Por un instante, el recinto enmudeció.
—Ya lo había pensado —contesté.
—A muchas personas les pasa cuando se muere un ser querido, se les aparece en sueños para despedirse.
—Sí, lo he escuchado, pero me parece imposible, es muy joven, solo tiene treinta y tres años. Sé que eso no quiere decir nada, pero no puedo creerlo.
—Tiene que haber alguna forma de averiguar dónde está. ¿No puedes llamar a alguien de su familia?
—Es hija única y sus padres están muertos. El papá falleció cuando era niña y la mamá hace cinco años. No se llevaba muy bien con ella, peleaban todo el tiempo, pero creo que su muerte terminó de rayarle la cabeza.
—¿Por qué? ¿A qué te refieres?
—Manuela era muy complicada, melancólica, no sé, rara. A veces la molestaba diciéndole que era bipolar. Y ahora que lo pienso, tal vez sí lo era. Pasaba de estar muerta de la risa al llanto inconsolable, de ser la persona más tierna del mundo a la más tosca. En los últimos años, también he pensado que sufría de depresión. La verdad es que no sé exactamente qué era, pero cargaba con un peso que no se podía quitar de encima, con una amargura inmensa.
—¿Dónde la conociste?
—En el colegio, en octavo grado, las dos teníamos trece años. Yo venía de un colegio de monjas. Mi papá me sacó porque no le gustaba, odiaba la religión y decía que me iban a volver rezandera y mojigata. Pero el colegio nuevo me petrificó, era mixto, todo el mundo se conocía. El primer día no fui capaz de mirar a nadie, el segundo me encerré en el baño a llorar durante todos los recreos y el tercero conocí a Manuela. Se sentó a mi lado en la clase de Biología y empezó a hablarme como si nos conociéramos de toda la vida. Me sentí rescatada de un futuro en el anonimato. Lo primero que noté fue su belleza, importantísimo para una amistad exitosa a esa edad. Los niños estaban enamorados de ella y las niñas la envidiaban. Todos tenían que ver con ella.
—¿Y qué pasó después? ¿Por qué se dejaron de hablar?
—Si te soy sincera, no sé. Dos años después de terminar la universidad ella se fue a España y yo me vine para acá, pero nos seguimos comunicando. Luego vino a Miami de vacaciones y creo que fue ahí cuando empecé a darme cuenta de que había cambiado. Se veía más triste y retraída que antes, a veces no me hablaba durante horas. Se le notaba que le fastidiaba cuando le contaba de mi vida, que, créeme, no era para nada interesante en esa época. Ni ahora, para ser honesta. Ella acababa de terminar con un novio y pensé que por eso estaba tan mal, así que decidí no decirle nada para no amargarle las vacaciones. Afortunadamente, se quedó solo dos semanas. Después regresó a España y no me volvió a llamar. Yo estaba confundida y preocupada. Le escribí y la llamé un millón de veces, hasta que por fin me contestó con un mensaje de texto escueto. Luego, desapareció.
—¿Y después te enteraste de que se había ido a vivir a México?
—Sí, uno o dos años después; lo vi en su perfil, antes de que me borrara.
—Muy extraño. ¿Cómo la podríamos encontrar?
—Voy a buscar viejos conocidos para ver si alguien sabe algo.
—También la podrías buscar en las páginas blancas de México, ¿eso existe allá?
—No sé, pero puedo averiguarlo.
—¿Quieres que les pregunte a las cartas por ella? —dijo Hada, metiendo la mano en la mochila que colgaba del espaldar de su silla.
Suspiré indecisa, pero luego asentí.
—Está bien, nada perdemos.
Me arrepentí de haber dicho que sí, porque me dejaron más confundida que antes. Según las cartas, no estaba muerta, pero andaba en un viaje interminable y clandestino. Hada ofreció una segunda tirada para aclarar la primera, pero esta vez le dije que no. En esa ocasión, la primera fue la vencida.
Hada me abrazó fuerte al despedirnos y me entregó un tarro pequeño con un aceite especial para mis noches de insomnio. Le di las gracias por haberme escuchado y le prometí que la llamaría cuando supiera algo. La observé alejarse con la mochila al hombro y su vestido amarillo, que competía con el sol incandescente de una tarde de agosto en Miami. Di media vuelta y caminé hasta mi auto, decidida a encontrar a Manuela.
Este fragmento forma parte de mi libro de relatos Moriviví (2022).
Si quieres leerlo completo, puedes encontrarlo aquí
Mi nueva novela, Aquí no termina, la encuentras acá
Interesante. Abrazo fuerte.